Crecí
en el pequeño poblado de Trang Bang en Vietnam del Sur. Mi madre dice que reía
mucho de pequeña. Llevábamos una vida sencilla, con abundancia de comida, ya
que mi familia tenía una granja y mi mamá operaba el mejor restaurante del
pueblo. Recuerdo que amaba la escuela y jugar con mis primos y los otros niños
a saltar la cuerda, correr y perseguirnos unos a otros felizmente.
Todo eso cambió el 8 de junio de 1972. Tengo sólo destellos de recuerdos de ese
horrible día. Estaba jugando con mis primos en el patio del templo, al momento
siguiente, había un avión acercándose y un ruido ensordecedor. Luego
explosiones y humo, y un dolor insoportable. Yo tenía 9 años.
El napalm se te queda pegado, sin importar lo rápido que corras, y causa
quemaduras y dolores horribles que duran toda la vida. Yo no recuerdo correr y
gritar: «¡Nóng quá, nóng quá!» (‘Muy caliente, muy caliente’), pero
los videos y los recuerdos de otros muestran que lo hice.
Probablemente han visto la fotografía que me tomaron ese día, corriendo con
otros para escapar de las explosiones: una niña desnuda con los brazos
extendidos gritando de dolor. Tomada por el fotógrafo de Vietnam del Sur Nick
Ut, quien trabajaba para The Associated Press, se publicó en las primeras
planas de los periódicos de todo el mundo y ganó un Premio Pulitzer. Con el
tiempo, se convirtió en una de las imágenes más famosas de la Guerra de
Vietnam.
Nick cambió mi vida para siempre con esa extraordinaria fotografía. Pero
también salvó mi vida. Después de que tomó la foto, bajó su cámara, me envolvió
en una manta y me llevó rápidamente a buscar atención médica. Estoy eternamente
agradecida.
Sin embargo, también recuerdo haberlo odiado algunas veces. Crecí detestando
esa foto. Pensaba: «Soy una niña pequeña, estoy desnuda. ¿Por qué tomó esa
foto? ¿Por qué no me protegieron mis padres? ¿Por qué publicó esa foto? ¿Por
qué era yo la única niña desnuda mientras mis hermanos y mis primos en la foto
estaban vestidos?» Me sentía horrible y avergonzada.
Mientras crecía, algunas veces deseaba desaparecer no sólo por mis heridas -las
quemaduras dejaron cicatrices en una tercera parte de mi cuerpo y causaron un
dolor intenso y crónico- pero también por la vergüenza de mi desfiguración.
Tenía una terrible ansiedad y depresión. Los niños en la escuela me rehuían.
Era una figura de lástima para vecinos y, hasta cierto punto, para mis padres.
Conforme crecía, temía que nadie nunca me amara.
Mientras tanto, la fotografía se volvía cada vez más famosa, haciendo más
difícil navegar por mi vida privada y emocional. A partir de la década de 1980,
soporté interminables entrevistas con la prensa y reuniones con miembros de la
realeza, Primeros Ministros y otros líderes, todos los cuales esperaban
encontrar algún significado en esa imagen y mi experiencia. La niña que corría
por la calle se convirtió en un símbolo de los horrores de la guerra. La
persona real miraba desde las sombras, temerosa de ser expuesta como una
persona defectuosa.
Las fotografías, por definición, capturan un momento en el tiempo. Pero los
sobrevivientes en estas fotos, especialmente los niños, de alguna manera deben
seguir adelante. No somos símbolos. Somos humanos. Debemos hallar un trabajo,
personas a quienes amar, comunidades a las que abrazar, lugares para aprender y
nutrirse.
No fue sino hasta mi vida adulta, después de desertar a Canadá, que empecé a
encontrar paz y darme cuenta de mi misión en la vida, con la ayuda de mi fe,
esposo y amigos. Ayudé a establecer una fundación y comencé a viajar a países
devastados por las guerras para brindar asistencia médica y psicológica a los
niños víctimas de la guerra, ofreciendo, espero, una sensación de
posibilidades.
Sé lo que es que tu pueblo sea bombardeado, tu casa devastada, ver morir a
miembros de tu familia, y cuerpos de civiles inocentes tirados en las calles.
Estos son los horrores de la guerra de Vietnam recordados en innumerables
fotografías y noticieros. Tristemente, también son imágenes de guerras en todos
lados, de preciosas vidas humanas siendo dañadas y destruidas hoy en día en
Ucrania.
También son, de otra manera, las horribles imágenes provenientes de los
tiroteos escolares. Tal vez no vemos los cuerpos, como los vemos en las guerras
en el extranjero, pero estos ataques son el equivalente doméstico de la guerra.
La idea de compartir las imágenes de la carnicería, especialmente de niños,
puede parecer insoportable, pero debemos enfrentarlo. Es más fácil esconderse
de las realidades de la guerra, si no vemos las consecuencias.
No puedo hablar por las familias de Uvalde, Texas, pero pienso que enseñar al
mundo cómo son realmente las secuelas de un tiroteo puede mostrar la terrible
realidad. Debemos enfrentar esta violencia de frente, y el primer paso es
mirarla.
He llevado los resultados de la guerra en mi cuerpo. Al crecer no se desvanecen
las cicatrices, ni física ni mentalmente. Ahora estoy agradecida por el poder
de esa fotografía de cuando tenía 9 años, así como lo estoy del viaje que he
emprendido como persona. Mi horror, que apenas recuerdo, se volvió universal.
Estoy orgullosa de que, con el tiempo, me he convertido en un símbolo de paz.
Me tomó mucho tiempo aceptar eso como persona. Puedo decir, 50 años después,
que me alegro de que Nick captara ese momento, aun con todas las dificultades
que esa imagen me causó.
Esa foto siempre servirá como un recordatorio del mal indescriptible del que es
capaz la humanidad. Aún así, creo que la paz, el amor, la esperanza y el perdón
siempre serán más poderosos que cualquier tipo de arma.
*Vive en Canadá y trabaja con la Fundación Kim Internacional, que provee
ayuda a niños víctimas de la guerra alrededor del mundo.