Por Ricardo Monreal
El pasado 12 de mayo, el Gobierno de Estados Unidos
levantó la medida sanitaria conocida como Título 42,
implementada desde 2020 por el entonces presidente Donald Trump y mediante la
cual —se afirmó— buscaba contener la pandemia. Asimismo, se impidió la entrada
de personas migrantes que pudieran representar un riesgo potencial para la
salud, pero también les fue negada la posibilidad de solicitar asilo.
Desde entonces, el Título 42 se
aplicó de manera continua, fue objeto de alegatos en los tribunales
estadounidenses y reportó cerca de 2.8 millones de expulsiones en su frontera
sur. Además, en su momento y por razones humanitarias, el Gobierno mexicano
aceptó la devolución, desde Estados Unidos, de migrantes de Guatemala, El
Salvador, Honduras, Venezuela, Haití, Nicaragua y Cuba.
En la víspera del levantamiento
de esta medida sanitaria, la administración del presidente Joe Biden anunció
una serie de estrategias adicionales para robustecer la aplicación del Título
8, y procesar y contener el posible aumento de cruces irregulares en la
frontera con México.
A diferencia del Título 42, que expulsaba a las
personas migrantes irregulares de territorio estadounidense, el Título 8 las
deporta, les impone una carga penal con un antecedente de orden criminal sin
que puedan ingresar a Estados Unidos durante cinco años por ninguna vía, o les
aplica un proceso de expulsión acelerada.
Aunado al Título 8, con las
nuevas medidas migratorias, como el uso de la aplicación CBP One; la creación
en Colombia y Guatemala de Centros Regionales de Procesamiento para ingresar a
Estados Unidos; aceptar mensualmente hasta 30,000 personas procedentes de
Venezuela, Nicaragua, Cuba y Haití, y ampliar procesos de visado a migrantes de
El Salvador, Honduras, Guatemala y Colombia, el Gobierno estadounidense espera
habilitar caminos de tránsito seguros, ordenados y regulares, con miras hacia
una nueva realidad migratoria.
Sin embargo, no hay que perder
de vista que estas nuevas políticas no garantizan una resolución afirmativa ni
definitiva de estancia en los Estados Unidos —ya que sólo permite a las personas
migrantes residir y trabajar por dos años en el país—, y tampoco asegura un
descenso permanente del flujo migratorio desde el sur latinoamericano.
Respecto a este último punto,
no olvidemos que las ciudades fronterizas en Estados Unidos y en México
continúan haciendo frente al reto de atender el flujo migrante, que al menos
del lado de nuestro territorio no se ha desahogado y cada vez hay menos
capacidad de atención a personas en tránsito, expulsadas o deportadas.
De igual forma, algunas de las
políticas anunciadas han sido calificadas por especialistas como
discriminatorias, y en los tribunales estadounidenses se prevén alegatos
interpuestos tanto por la sociedad civil como por Gobiernos estatales.
Lo cierto es que el fenómeno
migratorio necesita de acciones y estrategias coordinadas y corresponsables; a
nivel global, se requiere ampliar las vías legales para una migración segura y
ordenada, e implementar políticas propositivas en los países de origen,
tránsito y destino migratorio, pero pareciera que aumentan otro tipo de
medidas, de tipo penal, contra personas inmigrantes o que apoyaron a quienes
ingresaron a Estados Unidos en forma irregular, como las instrumentadas por los
gobernadores de Florida o Texas.
Es momento de cerrar filas,
generar condiciones de fortaleza y no escatimar esfuerzo alguno para robustecer
la relación bilateral y afianzar la cooperación. Es tiempo de velar, por encima
de todo, por los derechos humanos de las personas en situación de movilidad y
apostar por mejorar la seguridad, economía y gobernanza en la región.