De personalidad formidable, y artífice de una poética
desgarradora y contundente que hendió los entornos oscuros de la realidad
humana, Eduardo Lizalde pareciera indisociable de aquello mismo que él
reconocía en la figura del tigre.
Muerte, destrucción y, sobre todo, belleza, exaltaba sobre el felino como
metáfora el poeta referencial, uno de los más importantes y de mayor
reconocimiento en lengua española, fallecido este miércoles por la mañana, a
los 92 años.
«Nadie representa tanto una figura elegantemente animal, en el buen
sentido, como él. Para todos nosotros, él era EL TIGRE, con mayúsculas»,
opinó en entrevista telefónica el poeta Marco Antonio Campos, evocando la forma
en que los amigos solían saludarle: «Hola, ‘Tigre’, ¿cómo estás?».
«Me entristeció mucho (la noticia de su muerte). Con él
se va el último de los grandes poetas mexicanos», añadió Campos. «Los
poetas nos vamos quedando cada vez con menos referentes esenciales. Yo le
agradezco mucho su gran poesía».
El tigre, asimismo, era para Lizalde (Ciudad de México, 1929) emblema, signo y
símbolo de la actualidad, de la fidelidad; también del olfato y del sentido de
la orientación, a decir de Adolfo Castañón.
«En ese sentido, también el tigre es uno de los señores, dueños, del
bosque, de la selva; y Eduardo Lizalde, en cierto modo, compartía todo esto.
Pero también el tigre es una figura seductora, es una figura fascinante, y
Eduardo era capaz de fascinar con su voz, con su mirada, a sus amigos y
amigas», destacó el escritor.
Castañón tuvo aún la fortuna de saludarlo el pasado 23 de febrero, cuando le
llevó a Lizalde un libro de ópera -la otra gran pasión en la vida del poeta,
narrador, ensayista y traductor- para que se lo dedicara, como había hecho en
otras muchas ocasiones quien ostenta una importante colección de sus títulos.
«Todavía pude platicar con él, aunque sí lo noté un poco débil»,
compartió.
«Sabía que últimamente estaba un poco retirado», dijo, por su parte,
Margo Glantz, quien a pesar de ello no pensaba que este desenlace -anunciado en
Facebook por el hijo del poeta, Eduardo Lizalde Farías- fuera cercano.
«Pero, como usted ve, mi generación está totalmente casi extinta. Y me da
una pena muy grande», agregó. «(Lizalde) es uno de los más grandes
poetas que han nacido en México. Es una gran pérdida, tiene libros
extraordinarios; El tigre en la casa, por ejemplo, es uno de
los mejores libros que se han escrito en el País».
Fue con esa obra, acaso su poemario más resonante y definitivo -que mereciera a
su autor el Premio Xavier Villaurrutia en 1970-, con la que Lizalde obtuvo el
reconocimiento como poeta, cuando pasaba ya de los 40 años.
«Yo creo que es su libro más original. Está muy bien escrito, también con
mucho humor, un humor de la vida cotidiana conyugal, de la relación a largo
plazo. Es un libro profundo y también un poco lúdico; tiene muchas imágenes de
un humor muy seco, casi, pero también muy agudo», resaltó el poeta Homero
Aridjis, quien atesora la memoria de las partidas de ajedrez que le llegó a
ganar, tras conocerlo en el taller literario de Juan José Arreola.
«Él era muy caballero. Como persona, era muy serio, muy ecuánime; no era
nada arbitrario ni malicioso, sino era siempre muy justo», continuó
Aridjis. «Yo lo recuerdo como un hombre muy justo y un intelectual muy
sereno; apasionado también, pero esta pasión de los hombres serios, de los
lectores que leen a fondo».
Veintisiete años tenía cuando publicó su primer libro de poemas, La mala
hora, quien desde niño había aprendido a construir sonetos bajo la guía de
su padre. Cofundador, además, junto con Enrique González Rojo y Marco Antonio
Montes de Oca, del «Poeticismo», movimiento en el que Luis de Góngora
fungía como modelo de aquellos que intentaban ser «supergongorinos».
La poesía social y de denuncia también sería una marca de Lizalde, formado en
la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y militante de los partidos
Comunista Mexicano y el Obrero Campesino, antes de fundar junto a José
Revueltas la Liga Espartaco Leninista.
La futilidad de lo humano, el nihilismo, la misantropía, odio, muerte, amor y
desamor, son parte de las amargas decepciones que asoman en su poesía de
cuidada urdidura, reconocida con premios como el Nacional de Poesía
Aguascalientes, en 1974; el Iberoamericano Ramón López Velarde 2002, o el
Internacional de Poesía Jaime Sabines, en 2005.
«Una poesía muy clara, muy tajante, muy contundente, muy verdadera, muy
franca, y magníficamente escrita», encomió Glantz, compañera del poeta en
la Academia Mexicana de la Lengua (AML), a donde Lizalde ingresó como miembro
en 2007, quizá tardíamente, a decir de su director actual, Gonzalo Celorio.
Para Celorio, Lizalde, prodigioso conocedor de la literatura de otras lenguas,
supo combinar dos maneras o modalidades de la poesía que no suelen ir juntas,
pero que él las pudo resolver en una unidad perfecta.
«Por un lado, era un poeta de una gran cultura, de un gran desarrollo
intelectual, con un conocimiento profundo; y, por otra parte, era un poeta que
llegó incluso a tener un lenguaje coloquial y que pudo imprimirle a su poesía
un signo de vitalidad, de sensualidad, de erotismo, que compaginaba muy bien
con esta otra profunda y seria que tenía.
«Yo creo que eso, de alguna manera, lo singulariza y le da una
personalidad propia, que hoy es una voz propia, en la tradición poética
mexicana», definió Celorio sobre el Premio Nacional de Ciencias y Artes en
el área de Lingüística y Literatura 1988, y Medalla Bellas Artes 2009.
Un hombre, reconoció Castañón, con una valentía para entrar y salir de mundos
-como el de la izquierda militante-, y que también trabajó por la cultura
mexicana desde distintas trincheras, como la Biblioteca de México, que dirigió
por dos décadas, o desde sus múltiples contribuciones en revistas y suplementos
culturales.
Y, aunado a todo lo dicho, un gran forjador. Ya fuera directamente como
profesor de literatura española, mexicana e iberoamericana en la UNAM; o
indirectamente, inspirando a través su obra poética, como sucedió con Malva
Flores, cuya memoria guarda, como un talismán, aquel poema que dice:
«Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses; / que se pierda / tanto
increíble amor. / Que nada quede, amigos, / de esos mares de amor, / de estas
verduras pobres de las eras / que las vacas devoran / lamiendo el otro lado del
césped».
«Cuando lo leí -entonces y ahora-, sentí una sacudida como si puntas de
oro, es decir, puntas de flecha brillantes, cegadoras, me atravesaran el
cuerpo, porque era inexplicable para mí que las vacas pudieran devorar el otro
lado del césped.
«¿Por qué decía eso? ¿Cuál era ese otro lado? Entonces entendí que ese
otro lado era lo que la poesía te permitía ver. Y quise ver ese lugar»,
confió la poeta. «Casi podría decir que fue por su obra que decidí
escribir poesía».
Y PIERDE LA ÓPERA A PROMOTOR ENTUSIASTA
El amor de Eduardo Lizalde por la ópera era tan grande, tan intenso, que en una
ocasión su pasión por el género lo obligó a rendirle honor a su sobrenombre,
«El Tigre», de una manera insospechada.
Según recuerda el crítico e investigador musical Manuel Yrízar, fue en 1952,
cuando la diva Maria Callas pisó el escenario del Palacio de Bellas Artes, que
el poeta, tuvo que echar mano de sus habilidades físicas -ciertamente felinas-
para escapar del recinto tras presenciar un ensayo de la cantante sin ningún permiso.
«Se coló, se pudo meter y se metió a un palco. Después, cuando terminó el
ensayo, se quedó (escondido) en el palco y luego no podía salir porque ya todos
se habían ido. Entonces se salió del palco como un ‘tigre’, verdaderamente;
sepa Dios cómo, (pero) desde ahí, agarrándose, y no sé de qué forma, lo hizo,
hasta que llegó a la sala desde el piso alto», evoca Yrízar en entrevista.
Esto se explica, dice quien fuera su amigo y colaborador en cientos de
programas de televisión, porque Lizalde, uno de los grandes sabios mexicanos
del género musical y su incansable promotor, era un auténtico
«operópata».
«Los que están enfermos de ópera tienen ‘operopatía’, y a Eduardo Lizalde
la única frustración que yo le conocí fue que él no fue cantante de ópera. Él decía:
‘Yo hubiera querido debutar cantando ópera con mi gran voz de bajo barítono’,
que tenía una voz portentosa, además», recuerda.
«Y yo le dije: ‘¡Pero eres un gran poeta, Eduardo! ¡Eres uno de nuestros
más grandes poetas!’… Pero Lizalde me contestó, con ese humor negro que lo
caracterizaba: ‘No me consuelas'».
Con el poeta como guionista y conductor, Yrízar produjo la serie Cien años
de ópera en México, transmitida por Canal 22, y una de las grandes
contribuciones del autor a la promoción de este género en el País.
Además del influyente programa de radio operístico Contrapunto, que
se transmitió por el Instituto Mexicano de la Radio, el crítico destaca como
uno de sus mayores legados su magno libro enciclopédico La ópera hoy,
la ópera ayer, la ópera siempre (Escenología).
Y aunque no terminó como cantante, a pesar de que estudió canto desde los 14
años e incluso se matriculó en la Escuela Superior de Música en 1948, todavía
se le recuerda como un eslabón fundamental del género en México, y también,
claro, como el dueño de una portentosa voz de bajo barítono.
«Era un hombre alto, guapo, tenía una voz maravillosa», lo recuerda,
por ejemplo, la escritora Margo Glantz.
«Cuando hablaba se hacía notar. Hubiera podido ser cantante, le fascinaba
la ópera; tenía una cantidad enorme de discos, constantemente la oía».
Su pérdida, entonces, también sacude a las esferas del género.
Con un gran y merecido homenaje póstumo en el Palacio de Bellas Artes pendiente
para despedirlo -que las autoridades han comprometido para cuando hayan pasado
las exequias-, una enlutada comunidad de lectores y colegas evocan su memoria y
sus letras, en particular aquellas que ya había legado como su epitafio:
«Solo dos cosas quiero, amigos, / una: morir, / y dos: que nadie me recuerde
/ sino por todo aquello que olvidé»