María Eugenia Espinosa Mora*
Para
reflexionar breve pero contundentemente sobre el tema que hoy nos ocupa, la
eliminación de la violencia contra las mujeres, recupero una definición que
realicé hace algún tiempo, pero aún vigente, desde una concepción sociológica y
jurídico-política de la violencia[1]:
la palabra viene del latín
violentia, relacionada con vis – fuerza, y con poder,
aparentemente esferas distintas, pero una es complemento de la otra, y
etimológicamente poseen casi los mismos significados.
Las distintas
concepciones sobre la violencia remiten a las formas en que ésta se ha
manifestado en la sociedad: guerras, revoluciones, crímenes, atentados
terroristas, etc., pero también podemos evidenciarla como toda forma de
explotación económica, de esclavitud, de pobreza, desnutrición y analfabetismo,
todas ellas expresiones de injusticia y de desigualdad social.
Las formas de violencia social, estructural, familiar y personal
constituyen violaciones a los derechos humanos, vulneran derechos económicos,
políticos, sociales y culturales, pero también derechos individuales,
constituyen un atentado contra el derecho a la vida, a la seguridad, a la
integridad física y psíquica de quien la sufre y, sobre todo, a la libertad y a
la dignidad de la persona.
La violencia asume diferentes significados y reviste especificidades que
no se pueden obviar: por la clase o condición social, por el género o la edad,
por el grado de escolaridad y por la diversidad cultural.
El no reconocimiento y la no reciprocidad conllevan dosis de violencia,
como son la violencia de género, la discriminación, el racismo y todas las
formas de intolerancia. La violencia es un ejercicio inequitativo de poder, es
resultado de conflictos sociales y de la interacción entre seres humanos que
manifiestan agresividad como resultado de condicionamientos y patrones
culturales.
Se tiene que partir de la aceptación
de que no se han logrado erradicar los estereotipos, prejuicios y la cultura
misógina, machista y racista que atraviesa
lineamientos institucionales de las diversas instancias y que se refleja
tanto en lo normativo, como en las prácticas jurídicas, sociales,
administrativas y judiciales.
La persistencia del fenómeno de la
violencia contra las mujeres requiere del reconocimiento de que sus derechos no
han sido adecuadamente tutelados y los hechos de violencia cometidos en su
contra, perseguidos y sancionados en los ámbitos público y privado.
La inseguridad que afecta a las mujeres conduce a
un problema que se recrudece y que se agrava ante la incapacidad, la
ineficiencia, y acaso la colusión de las autoridades en todos los niveles de
gobierno, ya que, junto con la impunidad y una concepción asistencial de
política social, no se les concibe como sujetas de Derecho y con derechos, sino
que se les reduce a “objetos” y por ello se considera que no requieren de
seguridad jurídica, ciudadana y, sobre todo, personal.
La prevención y el respeto a los derechos humanos de las
mujeres se constituyen también en tareas de prevención y seguridad a nivel de
toda la sociedad, pero a partir de que las propias mujeres están participando y
siendo responsables de sus actos, aportan una visión clara de las diferentes
formas de violencias que afectan su realidad y las formas de erradicarlas.
La violencia sólo se puede combatir con una política integral,
transversal, transdisciplinaria e intercultural de protección de todos sus
derechos humanos.
*Doctora en
Ciencias Penales y Política Criminal, Maestra en Política Criminal, socióloga.
[1]
María
Eugenia Espinosa Mora, en “El Derecho Penal a Juicio, Diccionario Crítico”,
Gerardo Laveaga y Alberto Lujambio (Coords.), INACIPE, México 2007, p. 490