Eran mujeres pobres, inmigrantes, jóvenes
en su mayoría, explotadas hasta la médula, quienes finalmente murieron
calcinadas por el fuego que pudo haber sido iniciado por el mismo dueño quien
no tan solo las precarizaba, sino que las explotaba y estaba harto de sus
protestas, por lo que las quemó vivas.
Ninguna pudo huir, porque las puertas de la
fábrica estaban cerradas para evitar que salieran mientras trabajaban.
En recuerdo de esas 140 mujeres calcinadas,
las feministas usamos el color morado como estandarte de una lucha que está
viva.
Este episodio no solo brinda sentido al uso
de un color sino de una lucha. Las protestas obreras y la exigencia por la
reivindicación de derechos están en el centro mismo del origen del Día
Internacional de la Mujer, propuesto un año antes del incendio de Nueva York
por la alemana Clara Zetkin en el II Congreso Internacional de las Mujeres
Socialistas realizado en Dinamarca en 1910, pero que quedó inscrito en el
calendario oficial a propuesta de la ONU hasta 1975.
Así pues, el origen mismo de dedicar una
fecha del año a las mujeres nada tiene de festivo, pues el sentido siempre ha
sido otorgar visibilidad a las difíciles condiciones en que enfrentamos la
vida, reconociendo los derechos que hemos alcanzado, pero insistiendo en sacar
a la luz aquellos que nos hacen falta.
La gran Marcela Lagarde propone la
importancia de dejar de referirnos a los retos que enfrentamos las mujeres con
la belicosa palabra “lucha”, pero es imposible hacerlo cuando a lo que tantas y
tantas se enfrentan es equiparable a una verdadera batalla que en algunos casos
les supone defender su vida y en otras tantas, enfrentar condiciones
estructurales que se asemejan a un laberinto que acaba en caída al precipicio.
A las mujeres el dolor nos atraviesa. Nos duele
parir, nos duele maternar, nos duele amar, nos duele vivir. En el mundo de hoy
las mujeres seguimos siendo las más pobres de las pobres. Nuestro cuerpo es el
territorio de guerra y por eso somos especialmente vulneradas cuando grupos
delictivos se enfrentan y nos usan como moneda de cambio.
Salimos de casa para intentar tener una
mejor vida y porque ahí es donde más riesgo corremos: las niñas de ser violadas
por familiares, las adultas de ser maltratadas por nuestros compañeros; y la
calle es un peligro inminente, en la escuela vivimos acoso y en el trabajo
violencia y mala paga. Vaya, ni en el espacio virtual estamos seguras.
Lamento no tener su ánimo festivo.
Guárdense las flores de este día, las luces con las que iluminan sus edificios,
los moñitos naranjas que regalarán a todas las secretarias.
Por cada pequeño logro que obtenemos las
mujeres, el sistema patriarcal contraataca. Ayer mismo en reunión de la ONU, su
Secretario General señaló que “al ritmo actual, nos tomará 300 años alcanzar la
igualdad”.
No tenemos ni un segundo que perder. Cada
derecho del que hoy se goza ha sido conquistado por las feministas que luchan:
el derecho a la educación, a la propiedad, al divorcio, a usar métodos
anticonceptivos, a tener maternidades libres, a votar, a gobernar. Hoy a esa
amplia cartera de derechos que si bien tenemos aún no todas los gozan, hemos de
añadir la lucha por el derecho al tiempo libre, al descanso, al cuidado, a la
vejez digna y a esos otros de los que muchas mujeres, en sus territorios, ni siquiera
conocen porque están intentando que ellas y sus hijos no mueran de hambre.
¿Y el Estado? Los años de lucha feminista
han sido los años de gobiernos que se van haciendo pequeños hasta ser incapaces
de atender los problemas públicos que vivimos las mujeres y que estamos siendo
nosotras mismas –organizadas– las que estamos saliendo a hacer su tarea, como
podemos y como nos dejan, para acuerparnos, acompañarnos. Defendernos,
pues.
Marchemos, inundemos las calles, ocupemos
cada espacio con reivindicaciones claras sobre nuestras exigencias de vida.
Somos históricas y somos millones. El feminismo salva, el machismo mata.