Como
coleccionista de arte popular, Miguel Abruch atiende a una frase del poeta y
ensayista Luis Rius: «No se puede vivir como si la belleza no
existiera».
Comenzó su acervo, que se acerca al millar de piezas, haciéndose de máscaras,
las cuales representan el 25 por ciento de un conjunto que también incluye
objetos en barro, madera, cartón, papel amate, fibras vegetales, metal y
textil, así como instrumentos musicales.
«En nuestro País el arte popular es una manifestación
estupenda de la belleza», asegura el coleccionista.
Psicoterapeuta de profesión, el también sociólogo comparte en entrevista que se
interesó por las máscaras a partir de unas caretas de Indonesia adquiridas en
una feria de muebles en Guadalajara, hace casi 30 años, y quiso averiguar sobre
las máscaras mexicanas, cuyo uso y elaboración se remonta a la época prehispánica.
Viajó entonces a Tócuaro, Michoacán, donde los artesanos las elaboran en
colorida madera, «surrealistas, con diablos y cuernos», ataja el
coleccionista, y ésas fueron las primeras en ingresar a su acervo.
Abruch destaca la gran cantidad de fiestas y danzas, cientos en el País, que
dan pie a la gran diversidad de máscaras.
Con la publicación Arte popular mexicano. De máscaras, barro, calacas,
criaturas fantásticas, diablos y otros objetos hermosos (Colección Miguel
Abruch Linder), muestra su joyas por primera vez al público.
A cargo de las cédulas y los textos, Abruch escribe en el capítulo dedicado a
las máscaras: «Portar una implica representar narrativas con significados
diversos en donde la identidad del danzante se funde en ella y actúa de acuerdo
con los atributos y conductas del personaje que representa».
Destaca en la colección la representación del demonio, presentes en la Danza de
los Diablos de Juxtlahuaca, Oaxaca, por ejemplo, así como en la diablada de
Teloloapan, Guerrero, o en la Judea de Apaseo el Alto, Guanajuato.
Al coleccionista le llaman la atención en particular las máscaras que
representan «dualidades básicas», como vida-muerte, hombre-animal,
hombre-mujer, diablo-hombre.
Y advierte un «gran purismo» acerca de que la máscara valiosa debe
haber sido «bailada» en una ceremonia; «puede ser que sí, pero
se presta a muchas transas», señala.
«Hay que distinguir entre máscaras ceremoniales, meramente decorativas o
mixtas (máscaras decorativas con inspiración en ceremoniales), y las dos tienen
un enorme valor artístico.
«Probablemente en términos antropológicos la máscara bailada tiene un
cierto valor mayor, pero creo que dentro de la idea de la belleza hay que
incluir también máscaras meramente decorativas, que hay hermosuras»,
expone.
La suya es una colección de 736 objetos que fueron «fagocitando» las
paredes de su casa, como le decía su esposa, Silvia, y ahora ocupan un amplio
espacio en el sótano, en la «Caverna Platónica» como la llama Nicolás
Alvarado, escritor y periodista, en el prólogo del libro.
Como coleccionista, Abruch ha ido «entrenando el ojo», y valora las
visitas a los talleres de los artesanos en el País. Y recuerda anécdotas: En
Tzintzuntzan, en Michoacán, adquirió, por ejemplo, una Frida con una gran
cantidad de mariposas. El artesano le aseguró: «Son más de 300», y,
ofendido por la sorpresa del coleccionista, lo retó: «Si no me cree,
cuéntelas».
En otra ocasión, tras la celebración del Jueves de Corpus, se dispuso a comprar
una máscara «bailada», las cuales se acostumbran vender para
recolectar fondos para hacer una nueva para el año siguiente. Abruch se dirigió
a una persona que tenía una que le gustó y le pidió que le pusiera precio, y el
hombre aceptó, aunque, al entregársela, con una lágrima en el ojo, le suplicó:
«Cuídemela, por favor».
Y el atesora todo ello, y da a sus piezas trato especial.
Su colección de barro está organizada por Estados, por ejemplo, de acuerdo con
el criterio propuesto por Gerardo Murillo, el Dr. Atl, en su libro Las artes
populares en México.
Abruch destaca las piezas modeladas y con pastillaje de Santa María Atzompa,
junto con el barro negro de San Bartolo Coyotepec, ambas localidades en Oaxaca,
así como las piezas modeladas y coloridas de Ocotlán de Morelos.
De Jalisco, varias piezas de Tonalá en sus variedades de barro bruñido, canelo,
bandera, betus y petatillo, y se incluyen algunas obras de Tlaquepaque,
como El cartero, una pieza original del artesano Pantaleón Panduro,
de principios del siglo 20.
También están representados Michoacán, Chihuahua, Guanajuato, Guerrero,
Morelos, Estado de México, Tlaxcala, Veracruz, Yucatán, Durango y
Aguascalientes.
Abruch comparte que el libro, a la venta en Gandhi y en el Museo de Arte
Popular, es resultado de una sugerencia de sus hijos, y el proceso de escritura
lo llevó a buscar orígenes de muchas de las piezas, que ya no recordaba.
«El coleccionista disfruta buscando las cosas: cuando las encuentra,
cuando las toma y acomoda en su colección y cuando la gente las ve»,
explica.
La colección se había mantenido muy privada hasta ahora, pero a partir del
libro han surgido planes para mostrarla en un museo en diciembre próximo.
Dedica al final del volumen capítulos especiales al arte huichol y al arte de
San Pablito Pahuatlán, y en el apéndice enlista más de 260 nombres de
artesanos.
«Soy buen amigo de por lo menos cien de ellos», responde.
ENTRE FRONTERAS
Abruch observa estratificación entre artesanos: por un lado, los maestros
artesanos que venden fuera a precios altos y firman sus piezas, y por el otro
una enorme gama que todavía no han tenido «el toque Banamex», como él
dice: es decir, aún no han sido declarados maestros.
Pero en su colección figuran piezas de ambos sectores, rompiendo con esa
fronteras.
Y del mismo modo rompe con la línea entre el arte popular y el arte, cada vez
más integrado, opina, y lo ejemplifica con una de sus piezas favoritas, El
Nahual de la sabiduría con escritura miniatura en zapoteco, elaborada por
Roxana Fabián Ortega de Tilcajete, Oaxaca.
El libro, editado por Fogra, pretende ser un «homenaje muy modesto» a
todos los artesanos, creadores de una poderosa manifestación de la belleza.